Para variar esta vez también nos ha acompañado la lluvia, el viento
racheado y mucho mar. Al ver que las previsiones eran tan malas decidimos dejar
a Nana en Barcelona. Estar en casa de Júlia y Raúl con el perrin siempre
empapado me resulta incomodo.
A pesar del mal tiempo disfrutamos con alguna salida cercana. El
sábado por la mañana estuvimos en el parque natural de las Ubiñas, las tierras de
Raúl. Los pequeños pueblos colocados estratégicamente por la montaña nevada
daban el aspecto de una Navidad anticipada.
A última hora de la tarde vimos por la ventana la espuma de alguna
ola y, ya que las previsiones no prometían muchos más baños, cuando nos decidimos
a entrar eran las 17:45 h. Teníamos muy poco rato de luz.
Cerca de casa tenemos la playa de Poniente que cuando el mar está
muy desfasado entra una ola bastante ordenada y que abre bien. Es una playa
urbana muy resguardada, construida en la antigua ubicación de unos astilleros,
junto al puerto deportivo.
Era la primera vez que entrabamos allí. Rápidamente cogimos una
par de olas cada una y remamos unas cuantas más, pero ya sin ver ni para donde rompían.
Estuvimos casi una hora jugueteando con las olas. Al salir el problema fue por
dónde. Habíamos entrado con media marea andando tranquilamente sobre un fondo
de arena, pero al salir ya casi teníamos bajamar y cuando el agua nos llegaba a
las pantorrillas descubrimos que todo eran piedras y más piedras de un buen
tamaño. Tardamos mucho en llegar a la orilla, poco a poco, calculando cada paso
y utilizando la tabla de soporte, ya que nos daba miedo torcernos un pie. Yo no
llevaba escarpines lo cual dificultó mucho más la operación.
Una vez en tierra llegó el momento de
encontrar las chanclas. Nos reímos buscándolas en la negra noche. Entramos con
tanta ansia que no me fijé en la zona que las dejé ¡Parecíamos novatas!
El domingo íbamos hacia la basílica de Covadonga y al ver que la
carretera que conduce a los lagos estaba abierta cambiamos la ruta, era uno de
los pocos días de invierno que puedes
ascender. Fue tan inesperado que no íbamos ni vestidos de montaña; un gran
regalo disfrutar de ese bello e impresionante paisaje y con muy poca gente. Al bajar comimos en un
restaurante mágico por el entorno y divino en lo referente al paladar, el Molín
de Mingo, un antiguo molino rodeado de montañas en dónde el tiempo se detiene.
Te has de perder por las carreteritas del Peruyés para encontrarlo y necesitas
tanto un buen conductor como una buena
copiloto como Raúl y Júlia.
Al día siguiente, muy a pesar nuestro, se nos acabó el finde asturiano
y emprendimos la vuelta a casa, feliz, pero con el corazón un poco encogido y siempre
con muchas ganas de volver.