Ya hace casi un mes que volvemos a estar confinados en
Barcelona. Finalmente he optado por ir algún día a surfear a Barceloneta, o más
bien a intentarlo entre esa aglomeración negra de cincuenta o sesenta surfistas.
En el agua la sesión se convierte más en un rato de meditación que propiamente en surf. Uno de los días que he ido decidí situarme más al fondo, en la zona long –quizás algún día pueda aprender a surfear con long- no conseguí ni una ola, a pesar de remarlas con ganas, pero sí la paz que busco normalmente en el agua.
Esa paz me trasladó a unos de esos días ampurdaneses que vas buscando medio metro y te encuentras metro largo y de los buenos. Era tan grande y solitario que dudé en entrar, por suerte vi que otro surfista se cambiaba y entramos los dos, cada uno en una punta diferente del pico para no molestarnos, pero lo suficientemente cerca para sentirte en compañía.
Entre series el mar se aplanaba para facilitarnos la
entrada. Las olas rompían a derechas e izquierdas. Surfeé algunas olas y caí en
otras. Conseguí una de sus esplendorosas izquierdas, de esas que si ves una
foto siempre tienes envidia de no ser el de la foto. Evidentemente no la tengo,
pero si el recuerdo.
Fue uno de esos días que me gustaría ser una buena surfista para poder exprimir más cada ola, aprovechar cada centímetro de su pared y alargar más su recorrido. No es el caso y me he de conformar con lo poco que sé, con el miedo que siento al remar alguna ola un poco grande y con la inseguridad que tengo en muchas ocasiones. Todo esto queda compensado con lo mucho que disfruto cuando me deslizo por una pared por pequeña que sea, cuando remonto y subo y bajo las olas que aún no han roto, y remo y me siento y contemplo ese mar que me fascina.
Me hizo volver a la realidad el murmullo del masificado
grupo de surfistas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario